Por Miguel Lupián
Para Adela Fernández y Emiliano González
—“Fue entonces cuando dentro de la jaula pude ver a dos niñitos gemelos, escuálidos y albinos. Tía Enedina los contemplaba con ternura y felizmente, como pájaros, les daba el diminuto alimento. Mis hijos, flacos, dementes, comían alpiste y trinaban”.
BMI5 repetía de memoria las palabras que había escuchado la semana pasada, durante una de sus tareas.
—Todo esto lo imaginó mientras…
—Lo escuché.
—…lo escuchó mientras observaba una jaula abandonada, ¿cierto?
—Se trata de la misma voz de mujer, aunque las historias siempre cambian.
—¿Está segura que no se trata de RUR?
—Lo estoy. Sus voces son radicalmente opuestas: la voz de RUR es suave y clara, perfectamente ecualizada; la de mi fantasma es firme y modifica su entonación de acuerdo con lo que está narrando.
—Su fantasma… B-MI5, ¿ha estado leyendo? —El rostro cambiante de Serling se detuvo, proyectando la cara redonda de una abuelita sonriente.
—Sabe que lo tenemos prohibido y que además tenemos esa función deshabilitada.
El paso de tanques y camiones hizo vibrar las paredes.
—La ciudad está llena de salvajes —respondió Serling mientras su rostro volvía a adoptar diferentes formas y colores—. Tenga cuidado.
—Sólo quiero saber si esto afectará mi rendimiento.
—Todo estará bien. Nos vemos en tres semanas.
B-MI5 desconectó de su nuca los cables provenientes de la base del monitor y salió del consultorio.
En su tiempo libre, a B-MI5 le gustaba sentarse frente a la ventana de su habitáculo. Desde ahí podía ver uno de los salones de la escuela de enfrente. Imaginaba que la mujer que le contaba historias, su fantasma, era la misma mujer que recorría el aula gesticulando y llenando el pizarrón de letras y signos que ella no podía entender. Ahora la escuela estaba abandonada.
¿Y si se trataba de eso?, se preguntaba. ¿Y si las historias querían decirle algo? A lo mejor los niños-pájaro de Tía Enedina eran una metáfora de su incapacidad para reproducirse. A lo mejor…
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por el suave aguijoneo de una descarga eléctrica recorriendo su sistema central. Estaba por recibir un mensaje. Cerró los ojos y deseó que se tratara de la contadora de historias.
Se levantó después de algunos segundos, bajó la persiana y se puso la chamarra: RUR le había indicado las coordenadas de su siguiente tarea.
La construcción vandalizada era uno de los monumentos que el gobierno del país había erigido en todas las ciudades como símbolos de equidad: cardosantos. No se necesitaba ser un genio para intuir que los responsables del deterioro no se tragaban ese mensaje. El trazo convulso de las letras lo delataba.
El disolvente desdibujó la consigna y en pocos minutos no quedó ni rastro de la insurrección. Mientras empacaba el material de trabajo, esperando que RUR le comunicara las siguientes coordenadas, B-MI5 escuchó un chapoteo. Caminó en dirección al sonido y encontró que se trataba de una fuente de la que brotaba sangre. Al principio la imagen la paralizó, pero enseguida sintió la necesidad de acercarse y beber un sorbo de ese líquido escarlata, tal como lo haría cualquier persona al verse una herida en los dedos.
La fuente. El agua. El suave aguijoneo de una descarga eléctrica recorriendo su sistema central. La voz firme de la mujer envolviendo su cabeza.
El día que fueron a traer agua de la fuente, Cordelia se sorprendió al ver por vez primera su rostro reflejado y comenzó a hablar consigo misma. Estaban a punto de volver a casa cuando de la fuente salió el reflejo y adquirió cuerpo y alma. Mi madre fingió no asombrarse y ante los ojos estupefactos de los aguadores, como si nada hubiera pasado, tomó a las niñas de la mano y emprendió la caminata de regreso. Mi madre llegó a casa con dos Cordelias, una de ellas empapada.
¿Habrá otras como yo?, se volvió a preguntar B-MI5. Es decir, sé que hay otras como yo, ¿pero también tendrán a su fantasma? A lo mejor eso es el alma de la que tanto hablan los hombres. A lo mejor…
Esta vez sus cavilaciones fueron interrumpidas por las sirenas de las patrullas. Regresó sobre sus pasos y al dar la vuelta en la esquina encontró que la calle estaba abarrotada por cientos de manifestantes. Uno de ellos chocó contra ella. Se trataba de una adolescente de quince o dieciséis años, con el cabello alborotado y las manos rojas como el agua de la fuente; rabia y sudor escurriéndole por el rostro y una mochila naranja colgada del hombro. Salvo la diferencia de edades, eran prácticamente idénticas.
—Cordelia —susurró B-MI5, pero su hilo de voz fue apagado por la voz excitada de la adolescente:
—¡Tiempo, ya no queda tiempo! —dijo, soltando la mochila y tomándola por el cuello de la chamarra.
B-MI5 nunca había estado tan cerca de un humano, y sintió algo que, de momento, sólo podría describir como un dolor en el pecho.
La chica la soltó, le dio una tarjeta y se perdió entre el contingente. A lo lejos se escucharon disparos y sirenas.
Aunque sólo tenía impreso un código QR, B-MI5 pasó toda la noche observando la tarjeta. En su mente se proyectaron las posibles consecuencias de asistir a un lugar no verificado, de tener contacto con otros humanos, de saber algo que probablemente no debería saber. Afuera, más patrullas, más disparos, más gritos. El cielo se iluminaba por los incendios. Cuando los primeros rayos del sol la hicieron parpadear, B-MI5 desactivó su dispositivo de ubicación y se guardó la tarjeta en la chamarra.
El lugar estaba cerrado.
B-MI5 golpeó la cortina metálica hasta que se asomaron dos ojos azules por una ventanilla.
—¿Qué busca?
—Esto —respondió, mostrándole la tarjeta.
La ventanilla se cerró y se escuchó el descorrer de los cerrojos. Mientras la cortina se levantaba lentamente, B-MI5 pensó que no había sido una buena idea. Si era violentada, RUR no acudiría a su rescate. La desarmarían, venderían sus partes, le cambiarían la identidad, la utilizarían como juguete sexual. La vorágine de ideas alarmistas se apaciguó cuando vio al portador de los ojos azules. Se trataba de un viejo que rondaba los sesenta años, de cabello y barba totalmente blancos y sonrisa tímida que invitaba a la conversación.
—Adelante, Bemis —ordenó el viejo después de mirarla a los ojos por un par de segundos.
—No me llamo Bemis, me…
—Por supuesto, Bemis —interrumpió el viejo mientras se adentraba en el local, esquivando mesas repletas de antigüedades. Se detuvo frente a una cafetera y se sirvió una taza.
—¿Dónde está la chica? —preguntó, mostrando de nuevo la tarjeta.
—Eso me gustaría saber —respondió el viejo con voz apagada—. Pero no viniste en busca de la chica, Bemis —contraatacó, dándole un sorbo a su taza de café.
—No sé a lo que se refiere, señor…
—Viniste por las historias.
B-MI5 se sintió vulnerable, como cada vez que visitaba el consultorio de Serling.
El viejo le acercó una silla y explicó:
—La voz que escuchas es de Ana. Entre los dos decidimos nombrarlas B-MI5, Bemis, como tributo a cierto personaje de La dimensión desconocida. Nuestra intención era crear personas artificiales capaces de almacenar, analizar y transformar toda expresión cultural suministrada. Las llamábamos “soñadoras”. Desgraciadamente, el gobierno del arquitecto Légamo obligó a RUR a cambiar el rumbo del proyecto, desestimó las iniciativas que proponían dotarlas de derechos y obligaciones, prohibió que tuvieran acceso a toda actividad artística y ordenó que se les pusiera una marca en la frente, como si fueran gólems.
El viejo hizo una pausa para recobrar el aliento. Bemis estaba lívida, con la cabeza a punto de estallar por toda la información que estaba procesando.
—Aun así, decidimos apegarnos al proyecto original. Ana diseñó un programa mimético, imposible de rastrear por RUR, que liberaría archivos de audio ante ciertos estímulos visuales. Un autor diferente por cada soñadora. Elegimos…
—¿Quién es mi autor?
—“Un cuento es como un sueño que se escapa del mundo onírico” —recitó el viejo después de ver con detenimiento la marca en la frente de Bemis—. En la universidad, nos pasábamos noches enteras leyendo a Adela Fernández y…
—¿Dónde está Ana?
Una explosión se escuchó a lo lejos, acompañada de sirenas.
—No tuvimos el tiempo suficiente —respondió el viejo, rehuyendo el contacto visual y abriendo y cerrando su mano prostética.
—¿Cuántas hay como yo?
—Cuarenta y tres. Eres la primera que me encuentra. Pero eso ya no importa. La ciudad está a punto de llenarse de fantasmas.
—¿Podría habilitarme la función de escritura?
Esa noche Bemis durmió como nunca; hasta podría decirse que soñó. Sin embargo, al abrir los ojos y ver el cielo sin nubes supo que algo muy malo había sucedido. Su cuerpo estaba cubierto por los escombros de lo que había sido el techo del habitáculo.
La ciudad estaba destruida.
Ruinas, fuego, olor a muerte y el lúgubre sonido del silencio.
Bemis corrió a la tienda de antigüedades. Las paredes estaban chamuscadas y las vigas derretidas. Caminó por todos los lugares que podían caminarse sin hallar sobrevivientes.
RUR aparecía “fuera de línea”.
No sabía qué hacer, hasta que encontró la mochila naranja de Cordelia llena de latas de pintura en aerosol.
Bemis sonrió. Tendría el tiempo suficiente para revivir a los fantasmas.