El jardín de las delicias

Por Francisco Piñón

Shico estaba por cumplir dos meses en su misión de rastreo y medición de lluvias en la región que antes fue parte del norte de México. Viajaba en un vehículo impulsado por energía solar, un recurso abundante como nunca antes en esa zona. En la cajuela llevaba el equipo protocolario para una misión al Norte, ropa fresca, noventa metros cuadrados de fibra hidrofóbica y sus dieciséis tensores, dos kilos de concentrado nutrimental, una pistola, cuatro cargadores de dieciocho tiros, un sincronizador Sat-EMF, dos baterías de doscientos MW, cincuenta unidades de polvo de limpieza corporal, dos lápices, una libreta, un transmisor de audio ininterrumpido y un señalizador de emergencia y rescate inmediato.

Este tipo de misiones eran asignadas a las personas más temerarias o más problemáticas. Viajar al Norte era un viaje en el que existía una posibilidad de no volver. La nube estaba llena de transmisiones desesperadas en medio de una horrible sed, una emboscada o los desesperados llamados de auxilio del personal atrapado en un apagón satelital. 

Shico tenía treinta y dos años y había pasado cinco en el servicio penal comunitario registrando avistamientos de escuelas de peces en las costas del oeste. Cumplía una condena por haber pertenecido a una banda distribuidora de plásticos hasta que solicitó el cambio de servicio penal comunitario por una primera misión al Norte. Empezó con muestreos de suelo al norte del Trópico de Cáncer, pero su desempeño, falta de compromiso y constantes omisiones en sus reportes técnicos lo convirtieron en el candidato ideal para el proyecto de rastreo y medición de lluvia. El trabajo era sencillo. Ir y encontrar un lugar donde todavía lloviera.

Un cuarto de siglo después de que fuera registrada la última lluvia importante, los satélites aún operativos podían enlazarse a un dispositivo del tamaño de una tablet para descargar un infinito de datos y proyecciones. El clima tenía años que se había vuelto impredecible y los pronósticos más arriesgados se aventuraban dos días hacia el futuro.

A Shico le gustaba conectarse por las noches porque podía ver los miles de satélites que orbitaban la Tierra mientras trabajaba en sus equipos. Sin duda, presenciaba al basurero más hermoso que habían dejado los humanos de la Era de la Gran Estupidez. Una cascada de luces titilantes surcaba el cielo traslúcido por la falta de nubes y contaminación. De haberlas conocido, Shico se hubiera acordado de las luciérnagas. Después del enlace, enviaba un reporte a su coordinación del otro lado del trópico. Extendía su red recolectora de agua y se acostaba a dormir en el vehículo, pistola en mano.

El Norte estaba prácticamente despoblado. Algunas pequeñas ciudades sobrevivían excavando pozos de cientos de metros de profundidad desde el Trópico de Cáncer hasta los bosques de Norteamérica. Las cuencas de los ríos y la mayoría de las aguas subterráneas se habían agotado y no quedaba mucho de las grandes ciudades del sur estadounidense o del norte mexicano. La frontera era un concepto en desuso y los caminos eran acechados por bandoleros y la siempre presente amenaza de la sed. Las misiones de rastreo se hacían cada año en los meses anteriormente considerados como la temporada de lluvia. 

Durante el día, por todas partes se veía el brillo de monedas regadas en el suelo. Luego de las catástrofes y las migraciones masivas, el dinero perdió importancia. Las primeras semanas, Shico las guardaba en un morral como recuerdo. Sin embargo, eran tantas las que encontraba que prefirió dejar de hacerlo. La tierra se había devaluado tanto como el dinero. Años de sobreexplotación habían acabado con el sustrato de millones de hectáreas. Pocas especies de animales y plantas sobrevivían en ese entorno, por lo que parte de la misión era documentar la presencia de plantas y animales como insectos y reptiles, principalmente. Cada vez que Shico encontraba un árbol le buscaba un hueco y dejaba una hoja de cuaderno con un VOLVERÁ A LLOVER escrito con lápiz. 

Esa noche cenó un poco y le dio un largo trago a su cantimplora. Había visto una liebre a la distancia y se había encontrado con una lata de refresco cerrada dentro de las ruinas de una gasolinera al lado del camino. Mientras establecía la conexión miró un destello en el infinitamente lejano horizonte, al poniente. Dejó de parpadear hasta que otro tenue destello hizo que casi se fuera de espaldas. Eran relámpagos.

Tan rápido como pudo, calibró su equipo Sat-EMF. Los escasos segundos que tardaba en establecer la conexión se le hicieron eternos. Una corriente de aire muy húmedo avanzaba desde el Pacífico y el sistema calculaba un 24% de probabilidades de lluvia 300 kilómetros al norte. Valía la pena intentarlo.

Shico recogió su pequeño laboratorio, y arrancó su vehículo pisando el acelerador a fondo. Manejó cuatro horas en la noche con las ventanas abajo. Esperaba encontrarse con el olor de la tierra mojada o sentir las gotas de agua en el brazo. El equipo de comunicación registró un mensaje alrededor de las 3 de la mañana. 

−Posible formación de celda de tormenta al norte del paralelo 28. En trayecto rumbo al sitio. Próximo contacto estimado en dos horas.

El vehículo se detuvo cerca de las ruinas de una presa. Los restos de la cortina de hormigón se mezclaban con huesos de vacas, caballos y perros. Ahí, alguna vez, hubo agua. El viaje agotó casi por completo la batería del vehículo y no le dio tiempo a Shico de montar su red de captación de agua. Ni siquiera lo había pensado, estaba demasiado emocionado para hacerlo.

Las nubes negras se iluminaron con el amanecer. Los truenos retumbaban en el aire y empezó a oler a tierra mojada. Shico se apresuró a instalar la red y dispersó medidores de precipitación. Su equipo registró un ligero aumento en la humedad del aire y Shico guardó silencio al sentir las gotas cayéndole en la frente.

Por casi cinco minutos, una llovizna refrescó el ambiente seco y luego se dispersó. El espejismo del vapor de agua hacía que los huesos de animales parecieran cobrar vida. No había caído agua suficiente para vaciar en su cantimplora, por lo que tendría que esperar al rocío de la madrugada para tener algo de tomar. VOLVERÁ A LLOVER, anotó en un papel y lo guardó entre los bloques de hormigón antes de recostarse a descansar resguardado del sol en su vehículo. 

Lo despertaron unos golpes en la ventana. El sol estaba en la cima del cielo y Shico sólo distinguió una silueta fuera de su vehículo. Era la primera persona que veía desde el comienzo de la misión. Muy despacio buscó su pistola en su cinturón y recordó que la había dejado colgada en su funda junto a unas ramas de mezquite. Desahuciado, se enderezó y abrió la puerta lentamente. Activó la señal de emergencia, aun sabiendo que el rescate tardaría días en llegar.

−Me llamo Corina, mucho gusto −le dijo la extraña.

−Soy Shico.

−Se nota que no es de por aquí. ¿Qué anda haciendo?

−Vengo de más allá del desierto. Me mandaron a buscar la lluvia. Manejé toda la noche porque creí que iba a caer una tormenta.

−No, tormentas no hay por aquí. Llovió hace como dos años, pero nomás en unas partes allá atrás de los cerros.

−Le creo. Pero es mi obligación seguir buscando.

−Véngase a comer a mi casa. A mi familia se le va a hacer muy interesante esto que me platica. También tengo gente allá en el sur. Me han dicho que nos vayamos para allá pero ni cómo dejar el rancho. Somos los últimos que nos quedamos.

−Le agradezco mucho la oferta. Traigo un concentrado muy bueno y jabones secos. Puedo darle los que guste.

Subieron al vehículo y Corina le indicó el camino.

−No nos encontrará con los geolocalizadores porque estamos bien escondidos. Allá en la casa puede cargar la batería de la pickup, sin problema.

Esa noche Shico no mandó un reporte. Se limitó a suspender la señal de auxilio y a reportar que estaba a salvo y en contacto con una familia. Recibiría una sanción pero esto no pasaba todos los días. Durmió tranquilo y satisfecho. Al día siguiente, antes de partir, dejó su VOLVERÁ A LLOVER bajo un puñito de monedas para que no volara el papel.

−Qué tipo tan extraño −pensó Corina cuando se encontró con la nota y las monedas−. Todavía que lo recibimos en la casa y nos deja su basura.

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