Aviones plateados

Por Cristina Jurado

Playlist: https://www.youtube.com/playlist?list=PLOEKNNR8Nf2cQiIhp8ssyJ_VDV0jbbrJ2

Nadie recordaba el momento preciso en el que la guerra comenzó, tan solo que fue durante la presidencia de Luis Miguel González Bosé, más conocido como Miguel Bosé, el niño prodigio de una España emancipada de su pasado grisáceo. Bakalas, lolailos, rockabillies y siniestros se disputaban las calles cada fin de semana, sin que las batallas ganadas sirvieran para asegurarles el uso exclusivo de los bancos de los parques, espacios de esparcimiento de los jóvenes para la litrona obligatoria de cada viernes. 

Unos meses antes los kioscos se habían llenado con portadas del recién estrenado gobierno de Bosé, precoz presidente con dos carreras avaladas por las universidades de Padua y Cambridge, que se había propuesto llevar al país a la primera fila de la geopolítica. Su ejecutivo, formado por intelectuales afines, educados también en el exterior, buscaba trasplantar a la realidad nacional las políticas asimiladas en sus periplos internacionales y creía que la cultura, las artes y la comunicación eran los mejores vehículos para acelerar el avance. Por eso, una de las primeras medidas adoptadas fue la liberación de las ondas hercianas, algo que se había intentado aplicar sin éxito a finales de la década anterior, y que necesitó del impulso de la recién llegada administración para regular un plan competitivo de frecuencias. 

En poco tiempo desembarcaron nuevas emisoras, introduciendo las cadenas temáticas con la fuerza de una riada durante la gota fría. A la cadena estatal Hisparadio Nacional y a sus emisoras locales se unieron varias compañías privadas: las emisoras pertenecientes a MAS (Medios Audiovisuales Españoles), grupo de comunicación especializado en noticias y sucesos, y con cierta vocación internacional; la cadena REI (Reunión de Emisoras Ibéricas), que puso en marcha una programación dedicada al mundo deportivo y a las tertulias de opinión; y la cadena rOnda, dedicada a fórmulas de entretenimiento entre las que destacaban las radionovelas, los concursos y los consultorios radiofónicos. No tardaron en surgir iniciativas más modestas, dependientes en su mayor parte de ayuntamientos y asociaciones culturales que intentaban, con pocos medios y mucha inventiva, hacerse con los suficientes seguidores como para llamar la atención de los patrocinadores locales.

En el barrio de El Porvenir, uno de los más populares del cinturón industrial capitalino, el Petete comentaba a quien quería escucharlo, o sea nadie, que las hostilidades empezaron cuando el Jonathan, miembro de los rockabillies, estampó el radiocasete de la Lorena contra la acera por culpa de un cantante sevillano. La muchacha acababa de ser nombrada reina de las fiestas del barrio y aquella noche de primavera estaba intentando sintonizar en el parque «Quiéreme mucho», la radionovela vespertina de moda, cuando mandó callar por un momento a toda la chavalería allí reunida. En la radio sonaban los primeros acordes de una composición venenosa. 

«Echo de menos
La cama revuelta, ese zumo de naranjas
Y las revistas abiertas,
Y en el espejo ya no encuentro tu mirada
No hay besos en la ducha
Ni pelos, ni nada» (1)

Había urgencia y provocación en aquellas palabras y cierto jugueteo que dejaba caer las frases como si fueran regalos de una tómbola de pueblo, gracias a un lenguaje sencillo y extrañamente familiar. Pero lo realmente magnético era la voz desconocida que hablaba con la canción de fondo: 

«¡Buenas noches, bienvenidos hijos del rock’n’roll, os saludan los aliados de la noche! Bienvenidos al programa y gracias por estar aquí. Vuestro impulso nos hará seres eléctricos.» (2)

Tranquila sin resultar aburrida, seductora sin parecer impostada, interesante sin caer en la pedantería, la Voz guiaba la emisión afilaba los colmillos de un monstruo invisible que esperaba pacientemente para saltar sobre sus presas. La Lorena dio un respingo. Otros que estaban a la escucha sintieron junto a ella un hormigueo que les recorrió la espina dorsal y prendió una chispa en lo más profundo de sus impresionables espíritus juveniles. 

«No tengas miedo de perderte, no. El tiempo pasa tan despacio en este programa. No hay … desiertos, no hay … falsa pasión.» (3)

La voz alteró a aquellas personas que no tenían que compartir espacio emocional con grandes cantidades de recuerdos, experiencias, conocimientos y traumas, o sea, almas jóvenes, en pleno proceso de floración, con recorridos vitales a medio escribir, abiertas a explorar las bifurcaciones de la existencia y, sobre todo, con mucho tiempo libre. Solo conciencias así podían dar cabida a la Voz, criatura invisible que vivía en las ondas radiofónicas, cuyo atrevimiento los seducía y maravillaba a la vez. Embargados de versos y ritmo, algunos de los que rodeaban a la Lorena se animaron a tocar las palmas y a tararear la tonada.

El Jonathan llegó cuando la Voz que presentaba interrumpía de nuevo la canción para hablar de las influencias flamencas en la música del autor y cantante de la composición. 

—¿Quién es ese menda que no tiene ni idea? ¿Rock & roll? ¡Esto es una copla de toda la vida de Dios! ¡A este se le va la olla!

La sonrisa de autosuficiencia del Jonathan iluminó el parque. 

La Lorena contraatacó. 

—¡Más quisieras! ¿Para qué se juntó Kiko Veneno a los hermanos Amador sino para hacer «flamenco rock»? ¡Que no tienes ni idea, macho!

Estaba claro que andaban así porque habían roto no hacía mucho por culpa del Toño, lolailo profesional. Desde que se hiciera novio de la Lorena, ésta había pasado de llevar chupas de polipiel y peinarse con coleta a lucir la melena cardada y vestirse con faldas de volantes. Encarada frente al Jonathan, que aún soñaba con ella, la muchacha lo desafiaba con la mirada y los brazos en jarras, mientras se escuchaba la canción:

«Y por las noches todo es cambio de postura.
Y encuentro telarañas
por las costuras
Lo mismo te echo de menos, lo mismo
que antes te echaba de más» (4)

El volumen de la música se elevó, llenando el aire de un quejido en forma de estática, aunque nadie había tocado el botón correspondiente del radiocasete. Mientras el Jonathan y la Lorena se retaban, los tarareos y las palmas cesaron y quienes los rodeaban sintieron la energía deslizarse por sus pieles. Las ondas se dispersaron por el espacio, hambrientas, rastreando en los jóvenes susceptibles a su influjo las células vivas apenas maduras, intentando detectar aquellas más proclives a la invasión para acoplarse como parásitos, trazando una red de férreos enlaces que las vincularan a través de frecuencias imperceptibles para el oído humano. 

La Voz se encargó de extender el encantamiento e internó a las almas captadas en un universo sonoro de infinitas posibilidades tímbricas: cada sueño se convirtió en una armonía; cada anhelo, en una melodía. Y, cuando la canción terminó, el volumen fue descendiendo y las ondas dejaron de encabritarse para volver a su frecuencia habitual, la inofensiva, la inocua. Pero muchos de los jóvenes ya estaban enganchados. Aquello había sido el viaje de sus vidas, una euforia tan profunda y total que apenas podían sugerir los porros y el alcohol.

«Somos un nuevo destino para el ocio. ¿Errante en busca de un lugar? Pregunta primero a tu imaginación. Esta emisora no se halla en los mapas.» (5)

Dolido por el abandono de la Lorena, y ante su evidente hostilidad, el Jonathan tomó el radiocasete y lo lanzó con fuerza contra el pavimento. La Lorena, reaccionó arreándole una bofetada sin tan siquiera pestañear, lo que sirvió de pistoletazo para que rockabillies y lolailos se empezaran a dar de mamporros. La Lisa salió a defender a la que había sido su mejor amiga hasta entonces y todos los siniestros con ella. Sobre la implicación de los bakalas, el Petete, que era el hermano empollón de la Lorena, no sabía nada, pero especulaba que Sergio, de nombre artístico Gio DJ, se había metido en la bronca a repartir cogotazos por inercia juvenil. El grupo del Jonathan se vio ligeramente superado, porque los bakalas atizaban a cualquiera que se les pusiera delante, y se batió en retirada insultando a los lolailos que, a su vez, les respondieron invocando maldiciones. 

De todas las radios, en todos los rincones del barrio, resonó la Voz que guiaba la emisión clandestina sin que nadie moviera los diales.

«Necesitamos muchas manos, pero un solo corazón, para poder intentar este exorcismo. Abrid vuestras mentes, llenaros con un soplo de rock, que desalojen los fantasmas cotidianos.» (6)

Nadie pareció advertir el rumor de un pequeño avión metálico, de aeromodelismo, sobrevolando el parque a media altura. 

Tras el incidente, numerosos comandos de lolailos empezaron a realizar incursiones en el barrio, exigiendo a todo el mundo que sintonizase «Nainoná», el nombre con el que se empezó a conocer la emisión clandestina de música en español y que emitía desde la caída de la tarde hasta el alba.

«Descuélgate del estante. Y si quieres venir. Tenemos plazas vacantes. Maneras de vivir.» (7)

En el videoclub estaban hartos porque decían que el negocio vespertino se estaba resistiendo: los vecinos creían que solo podían alquilar películas españolas. Intentaron negociar para volver a poner los programas habituales de variedades, pero la Lorena era inflexible y solo permitía que, si querían evitar poner la radio, dejasen sonar canciones de Medina Azahara. «Nainoná» se oía por todas partes. 

«No necesito sustancias para soñar. Prefiero la imaginación. Estoy dispuesta a salir de este callejón. Tan solo pido un empujón.» (8)

La situación era tensa porque la gente quería escuchar sus emisoras tradicionales, saber qué sucedía en el siguiente capítulo de su radionovela favorita, conocer los resultados de los partidos de fútbol, o enterarse de las noticias al final de un largo día de trabajo. Pero los autoproclamados jefes del barrio, en su mayoría jóvenes y adolescentes lolailos liderados por la Lore, impusieron sus normas so pena de fuertes represalias: algunos locales vieron sus persianas rotas, sus cerraduras rellenas de pegamento o sus aceras llenas de basura. Quien se oponía y cambiaba de emisión recibía la visita de las hordas lolailas, que lo hostigaban verbalmente, y lo seguían y señalaban hasta que se avenía a razones. Los jóvenes no dejaban de seguir lo que la Voz les susurraba desde lo más profundo de la frecuencia modulada.

«Y las lágrimas que escondes en la lluvia. Con tu mala suerte lejos viajarán. Porque hoy empieza el resto de tu vida. Adiós tristeza, adiós soledad.» (9)

El aire se llenó del guitarreo sevillista de Silvio y Sacramento, de la blueslería de Pata Negra, del rock agitanao de Las Grecas, de la tecno-rumba de Ketama, del flamenco rock sinfónico de Triana, y el rock psicodélico-andaluz de los Smash con la machacona insistencia que imponía la nueva emisora. Muchos jóvenes se habían convertido en yonquis del programa y la Voz que presentaba las canciones, en su camello. La emisión se dejaba oír en cada hogar, en cada negocio, en cada bar. 

«Distrae los sentidos en el silencio. Es el jardín de las delicias. Domina tu vuelo en el espacio. El sol no derretirá tus alas.» (10)

Nadie sabía desde dónde se emitía ni quién estaba detrás del programa, pero lo cierto es que buena parte de la juventud del barrio se había movilizado para defender aquel espacio musical único y, los que rechazaban sintonizarlo, cobraban doble ración de pescozones. Que los defensores acérrimos se identificaran sobre todo como lolailos se debía al fervor escuchante de la Lorena, la nueva líder explícita que los azuzaba para seguir piadosamente la emisión. El grupo buscaba compulsivamente los mensajes que la Voz emitía mientras los sumergía en canciones durante horas. El viaje a través de aquellas palabras era alucinante, lleno de colores eléctricos que aportaban sensaciones de bienestar, de alegría extrema, mientras el cuerpo se ponía en alerta y los sentidos se agudizaban y, aunque no todo el mundo experimentaba el mismo grado de adicción, quienes se exponían plenamente a la emisión sentían de una u otra forma una mayor vitalidad.

Era la combinación de música y proclamas lo que calmaba las ansias y el malhumor juveniles, como si el programa le proporcionase a cada uno lo que necesitaba, fuera esto hiperactividad o calma. Fueran de donde fueran, estuvieran en la situación en la que estuvieran el programa era su patio de recreo, el hogar del que muchos carecían, el espacio que los recibía sin reproches ni exigencias. Con «Nainoná» eran libres. Y la Lorena se sentía, por fin, la amazona del caballo que era su destino. 

Para la muchacha aquellos mensajes se habían convertido en combustible de una energía que no sabía que atesoraba, unos deseos de organizar, dirimir y planear que desconocía poseer pero que le marcaban un destino más atractivo que el que su entorno le había atribuido hasta entonces: estaba destinada a liderar, no a ser seguidora de nadie. Era la Voz la que se lo había revelado en aquella manera de entonar las palabras, en las pausas que hacía entre las frases, en cómo arrastraba las «eses» en los plurales. Le hablaba a ella. Y los demás la escuchaban, como lo hicieron después del incidente con el Jonathan, dirigiéndose a ella y no al Tono, consultándole dónde tenían que reunirse, cómo debían proceder. La Lorena veía ahora su futuro con claridad y comprendía que el destino del barrio estaba en sus manos, que sus futuros iban atados y que, si conseguía organizar a la juventud, nada podría detenerla ni a ella ni a El Porvenir. 

«De noche llegan a mí los gritos de tu corazón, me dice que quiere huir, casi no cabe en su prisión.» (11)

Los siniestros notaron mucho menos el conflicto pues evitaban cualquier tipo de música en español y se aislaban del resto. Optaron por reunirse en grupos pequeños para escuchar a puerta cerrada a sus bandas favoritas, como si la guerra no fuera con ellos, como si no les importara que en las calles estallase el conflicto entre los grupos. Se dejaban ver poco durante el día y, los fines de semana, preferían ir de casa en casa, intercambiándose cintas y algún vinilo, traduciendo del inglés las letras torturadas de las canciones que les extasiaban y evitando encontrarse con rockabillies y lolailos. A veces, cuando eran demasiados y no cabían en la habitación juvenil de turno, se daban cita en algún edificio en ruinas, llegando en parejas, sus figuras confundiéndose con las sombras, y sus caras, siempre blancas y solemnes. 

«Arde la calle al sol de poniente. Hay tribus ocultas cerca del río. Esperando que caiga la noche.» (12)

Por su parte los bakalas eludían la guerra y se refugiaban en los descampados más alejados para escuchar música y bailar sin ser molestados. Conectando las radios de coche extraídas del desguace a los altavoces estereofónico, adquiridos en los mercadillos de los fines de semana, hacían sonar en bucle las listas de canciones discotequeras e improvisaban una pista de baile al aire libre, siempre que la meteorología jugase a su favor.

En El Porvenir hubo deserciones notables, sobre todo entre rockabillies y bakalas, que pasaron a engrosar las filas lolailas, para quienes era una cuestión de supervivencia que la emisión se oyera permanentemente: solo aquel programa aliviaba sus heridas, calmaba su sed y templaba sus ánimos. Durante el viaje que provocaba la emisión, los problemas cesaban porque parecía que el tiempo se detenía en un impasse perfecto. La Lorena, consciente de aquellos cambios, no tardó en utilizarlos para gestionar lealtades entre sus compañeros de grupo y amistades, escuchando y aconsejando, ponderando, decidiendo, e influyendo para que aceptaran la palabra de la Voz y aceptaran el impacto de «Nainoná» en sus vidas. Escuchar aquella emisión era subversivo.

Los vecinos empezaron a hablar de una conspiración gubernamental diseñada para controlar a los jóvenes a través del programa musical. Hubo quién intentó localizar el epicentro de la emisión pero la difusión de la frecuencia parecía proceder de uno o varios nodos móviles porque su localización cambiara continua y constantemente. Aún así, nadie se fijó en los aviones metálicos de bolsillo que rondaban las alturas.

«Has tenido suerte de llegarnos a conocer. Porque a nadie le gusta nacer para perder.» (13)

Pero lo inevitable sucedió: llegó el fin de semana. Como cada viernes, cuando se acababa en la televisión «Con ocho basta» y empezaba «Más vale prevenir», los bancos de los parques se llenaron de chavales con vaqueros ceñidos, calcetines blancos y mocasines oscuros, camisas de hombros anchos y pelo estilo mullet. Las chicas llegaron más tarde, una vez agotada la laca y con los flequillos bien tiesos, cogidas por el brazo mientras se susurraban palabras de aliento entre risas. 

Los primeros momentos, una vez reunidos unos y otros, solían ser embarazosos, hasta que alguien se decidía a dar el primer paso. Normalmente en El Porvenir ese alguien era el Toño, que se llamaba así como todos los varones primogénitos de su casa: Toño el hijo, Antonio el padre y don Antonio el abuelo. El más echado para delante, el más deslenguado, el más inconsciente y el responsable de que la Lorena dejara al Jonathan. El Toño siempre tenía una ocurrencia que decir para romper el azoramiento inicial de la chavalería, por lo general una chanza referida a sí mismo, y las risas que conseguía marcaban el inicio de la noche llena de bromas, arranques por rumbas o bulerías, buches a la litrona comunitaria y radiocasete a todo volumen. 

«En este pueblo, sin pretensión, Nainoná tiene mala reputación.  Hagamos lo que hagamos, es igual, todo lo consideran mal. Nosotros no pensamos, pues, hacer ningún daño, queriendo vivir fuera del rebaño.» (14)

La Brigi, que atendía el kiosco del parque, se quejó aquel viernes a voces de que fueran a comprar al estanco que estaba más lejos. Culpaba a la Macu, que regentaba la tienda de tabaco, de rebajar los precios para atraer a los jóvenes en una sucia maniobra de competencia desleal, sin ver que ella hacía lo mismo con su promesa de añadir una bolsa de pipas gratis en cada pedido. Pero el kiosco, ahora bajo control de los lolailos, quedaba fuera del alcance de los rockabilies, por lo que tenían que acudir a la Macu, que les hacía llegar una garrafa de vino de la bodega de la esquina. 

El hermano de la Macu, Salva, trabajaba en la tienda despachando licores a granel y conseguía mercancía a buen precio para revenderla en el estanco de su hermana viuda. De espíritu inquieto, Salva era un eterno repetidor del instituto en el que los profesores ya lo consideraban como parte del mobiliario. Su edad y su acceso al Flores Park le hacía disfrutar de una posición privilegiada entre los jóvenes, que lo consideraban como un representante de los adultos y es que, a pesar de tener carné de conducir desde hacía varios años, seguía alternando con ellos. 

«No mires a los ojos de la gente. Dan miedo, siempre mienten. No salgas a la calle cuando hay gente. ¿Y si no vuelves? ¿Y si te pierdes?» (15)

Ocupados los bancos del parque, los rockabillies se pusieron de acuerdo para romper el dominio lolailo de El Porvenir. Escuchar «Nainoná» de vez en cuando no estaba mal, pero exigírselo a todo el mundo con aquella autoridad era inaceptable. Decidieron atrincherarse en las escaleras esperando que abrieran el Flores Park, para ser los primeros en llegar a los futbolines, a la mesa de billar y la máquina de pinball. Si conseguían hacerse fuertes allí, tendrían con qué negociar con los bakalas, que trabajaban recolocando los bolos y que solían acaparar los futbolines hasta la hora de cierre. Quien controlaba los futbolines, mandaba en el objeto más codiciado del universo, aquel que marcaba el ritmo de la noche: la Grundig, con pletina para casete y tocadiscos que se localizaba junto con varios cajones de vinilos y casetes en un extremo del mostrador, que se resistía a llamarse «bar», pero que no dejaba de servir cervezas, coca-colas y cubalibres. 

El equipo de música era la única alternativa posible a «Nainoná». Los rockabillies lo sabían, el Jonathan lo sabía y todo ser pensante lo sabía. Controlar la Grundig se imponía como la única manera de resistir la dictadura lolaila, que se había extendido como una epidemia en la que cualquier canción o grupo extranjero era señalado como indeseable, tóxico y desequilibrante. 

«Tú quieres un show. Nainoná tiene un show. Tú quieres un show. Nainoná tiene un show. Te puedes divertir, puedes saltar, puedes vomitar porque ya estamos aquí.» (16)

El problema de los bakalas era que se trataba de un grupo heterogéneo con fidelidades difusas: acids y skatos, pijos de polo y zapato castellano mezclados con nuevos románticos, raperos de medio pelo, y discoquetequeros de fin de semana. Gravitaban alrededor de varios disk-jockeys locales con nombres exóticos, como Gio DJ, el KorTo o Lady Ya, que llegaban a los recreativos con sus mochilas de cintas para crear sus mezclas de música. 

«La vida es solo un juego, en el que hay que apostar si quieres ganar. En el límite del bien. En el límite del mal.» (17)

El Salva llegó después de cerrar la bodega, como todos los viernes, para abrir los recreativos. Era el encargado de hacerlo antes de que, un par de horas más tarde, llegara la dueña lo bastante colocada como para aguantar horas de aburridas conversaciones de adolescentes y jóvenes con las hormonas en brote. Asunti había recibido el antro como herencia de su marido, al que la muerte sorprendió con los pantalones bajados y encima de una de las geishas ibéricas que trabajaban para él, animando a los clientes a beber. La mujer intentó lavar la vergüenza que le atribuían en el barrio transformando el bar en local de ocio juvenil, pero ni la lejía ni el amoníaco ni la concurrencia de la chavalería podían limpiar el olor a alcohol barato, carmín y lubricante genital. Las drogas consumían a Asunti que navegaba los días como si fueran olas, mientras se dejaba manosear después del cierre por un Salva, el hijo de su mejor amiga, envalentonado por los cubatas, la música y la madrugada.

«Qué es tu obsesión permanente. Qué es lo que quieres conseguir. Qué es lo que carga el ambiente. Dime, qué podemos hacer por ti.» (18)

Un tintineo de llaves familiar precedía la llegada de Salva al Flores Park. Mientras se peleaba con la cerradura, el Jonathan se le acercó a la cabeza de los rockabillies. 

—Colega, tenemos que hablar antes de que abras.

—No me jodas desde temprano, Jonathan, que acabo de salir de la bodega y aún no me he tomado ni un culillo.

El rockabillie andaba escocido desde el incidente del radiocasete. Además de la disputa sobre la música, aquello había representado para él la prueba pública de que el Toño le había levantado a la Lorena delante de sus narices. Su orgullo era un animal herido con el que era muy difícil bregar a los diecisiete años. 

—Es sobre la Grundig.

El encargado de los recreativos lo invitó a entrar, pero hizo un gesto para evitar que le siguieran el resto de rockabillies.

—Estos se quedan fuera de momento, que no quiero movidas. Y tú me vas a ayudar con las mesas.

Los dos jóvenes se pusieron a emparejar sillas, a recoger vasos sucios y botellines de cerveza vacíos. Cuando terminaron, Salva abrió dos coca-colas y las dejó sobre la barra.

—¿Te arreglaste por fin con la Lore?

—Desde lo del parque, no nos hablamos. 

—Le gripaste el radiocasete, tronco. Yo te habría hostiado.

—Llevamos toda la semana que no hay quien pare en el parque. Tienen amenazada a la Brigi y controlan quién pone la «Nainoná» todo el rato. Es la dictadura de esos gilipollas.

—Tío, la cagaste. Ahora los lolailos controlan el cotarro.

—Los rockabillies no podemos perder la Grundig también, Salva. ¿De qué van estos? Como metan su rollo aquí, solo se escuchará su puñetera música cuando a ellos le salga de la minga. Lo que ponen tiene de rock lo que yo de cura, tío, que vamos todos a marcar paquete y lucir camisas de lunaritos si no nos espabilamos. Y no podemos consentir que solos controlen la «Nainoná». ¡Por ahí no paso!

—A mí lo que me parece es que estás escocido porque la gente pasa de los porros que vendíais. ¡Se te acabó el mercado, Johnny! Un buen viaje de «Nainoná» te coloca más.

—Salva, colega, deja que nos enganchemos al equipo de música y te prometo que los bakalas inundarán el local.

—¡Tú te crees que me he caído de una higuera! Los bakalas prefieren hacer botellón en la calle.

—He quedado con los pijos y te digo que se van a venir aquí. Les he propuesto que pinchen su música a partir de la madrugada, cuando el local esté a rebosar. Pueden pillar «Nainoná» después, en vez de montárselo en la calle. Quieren jarana en un local con un equipo de sonido que no se gripe.

—Y, ¿qué gano yo? 

—Se os va a poner esto hasta arriba. Ya verás que los bakalas ambientan la noche que da gusto y traen titis y maría para parar un tren. ¡Se te van a tirar al cuello y tendrás porros a cuenta, que para eso eres el «encargao»!  

—Si no funciona el asunto, os abrís, ¿estamos? —contestó Salva— vamos a dejar a la jefa fuera, que no tiene el coco para estás mierdas.

—¡Tenemos trato, tronco! No te arrepentirás. Tengo una talega llena de cintas, lo último de Duncan Dhu, el directo de Loquillo y los Trogloditas, y una casete nueva de los Rolling. 

El Jonathan desatrancó la puerta y los demás rockabillies entraron, apostándose en los futbolines y el billar, y negociando los turnos alrededor de la máquina de pinball. Los refrescos empezaron a colonizar la barra, aunque todos sabían que, cuando las luces bajaran, más avanzada la noche, nadie negaría alcohol a quien tuviera posibles. El dinero envejecía a quien lo portaba; era la llave que abría botellines y hacía aparecer la ginebra en los vasos.

Los primeros bakalas llegaron para ayudar en la bolera, la mayoría del grupo los Mercrominas, las rodillas teñidas de rojo a causa de las caídas de monopatín, que se sacaban unos duros y unas coca-colas colocando los bolos. Jonathan había apilado sus casetes al lado de la Grundig y por los altavoces ya sonaban Los Rebeldes. Los Mercrominas se afanaban en llevar las rondas que habían pedido varias parejas de veintipocos y los trabajadores del taller mecánico, desde sus posiciones en la bolera. 

El Petete apareció en la puerta, un pie dentro y otro fuera, mirando la máquina de pinball con avaricia. El Jonathan en cuando lo advirtió dejó de aporrear los futbolines para acercarse.

—¿Qué quiere la Lore?

—He venido a jugar yo solo.

—Que nos conocemos, Petete. ¡A ti te han mandado tu hermana y Toño!

El Petete sacudió tanto los rizos negros al negar que el Jonathan creyó que se iba a descoyuntar. 

—¡A mí no me manda nadie!

—Dile a tu hermana que vosotros tendréis el parque pero que, ahora, los recreativos son nuestros. Y que aquí somos nosotros los que controlamos la música.

El Petete apretó los dientes y su respiración le empañó las gafas. Mientras se las quitaba para limpiarlas con el borde de su camiseta, dirigió su mirada desenfocada hacia el rincón de la máquina de pinball y salió dando media vuelta.

Encontró a su hermana dando buches a una cerveza de litro en los bancos que daban la bienvenida a los visitantes, a la entrada del parque. La música de un grupo nuevo, Camela, sonaba por encima de las conversaciones y un coro de palmas de la pandilla de lolailos. Toño tenía echado el brazo sobre los hombros de la Lorena, mientras le susurraba bromas al oído. 

—Los rockabillies están en el Flores Park. 

Toño sonrió al Petete.

—Anda, éste, pues como todos los fines de semana. Menuda novedad. 

Toño sacó una cajetilla del bolsillo trasero de su Levi’s y dejó que un cigarrillo resbalara por sus dedos morenos.

—Se han hecho con la Grundig, tíos. 

Mientras Toño encendía su pitillo, la Lore había dejado la cerveza en el suelo y se había acercado a su hermano.

—¿Estás seguro? ¿La Grundig? 

—El Jonathan se vino para mí y me dijo que los recreativos eran suyos. Así, con todas las letras.

La chica dio una patada en el césped maltrecho.

—¡Mierda!

—Menudos perdedores los rocka… —empezó a murmurar Toño entre risas.

—¿No te das cuenta, tío? 

—¿Qué pasa, Lore? El parque es nuestro. Que hagan lo que quieran en el Flores Park. No van a poder echarnos de aquí.

—No te enteras Toño. ¡Que no se pueden quedar con el Flores Park! 

—¡Cómo te pones por unos recreativos!

—La Grundig, Toño, la Grundig. ¡Piensa! Solo la pueden manejar ellos y van a poner sus grupetes de rock «pitinglis» toda la santa noche. ¿Vamos a permitirlo? 

Toño metió las manos en los bolsillos y bajó la cabeza.

—¿Quieres decir que los rockabillies se pondrán farrucos?

—Aparte de su música van a querer racionar cómo y quién va escucharse la «Nainoná» para seguir trapicheando maría en el barrio, que me los conozco. ¿Vamos a permitirlo?

La Lorena menó su melena con violencia.

—No, no vamos a dejar que nos quiten el barrio. ¡Esto es la guerra!

El plan de la Lore pasaba por ir sola en el Flores Park y camelarse al Jonathan, haciéndole creer que lo echaba de menos y que quería volver. Iba a emborracharlo hasta que no diera pie con bola, algo que les iba a costar caro porque el muchacho tenía unas tragaderas del tamaño de La Mancha. Toño no estaba de acuerdo con aquello, pero ella no le dio opción a quejarse y le pidió apoquinar dinero junto con el Petete para reunir el suficiente como para pagar las consumiciones. Para tomar fuerzas, arrimó la oreja al radiocasete, que había arreglado el Petete, y subió el volumen hasta que en cada uno de los rincones de su cabeza resonó el eco de la Voz y la tonada flamenca de Los Chunguitos que sonaba en ese momento.

La Lorena que entró unos minutos más tarde en el Flores Park se había vuelto a hacer la coleta y llevaba la falda más corta después de meterse la cinturilla.

Un par de rockabillies, los mismos con los que había compartido tardes de botellines y trapicheo de cintas grabadas, le salieron al paso.

—¡Frena ahí! ¡Los lolailos no sois bienvenidos!

—¿Os parezco yo una lolaila? Paso de su música y de sus pintas.

El Jonathan, que estaba en la barra, se apresuró a buscar el casete de Burning y en menos tiempo del que necesitó la Lorena para llegar hasta él, ya sonaba «Qué hace una chica como tú en un sitio como este».

—¡Hey!

—Hey.

Ella se sentó en uno de los taburetes de linóleo. Él la contemplaba desde detrás de la barra con un Bitter Kas en la mano.

—No te veo muy flamenca.

La Lore movió la cabeza con tanta fuerza que la coleta dio un latigazo en el aire. La Grundig apenas podía vislumbrarse entre las pilas de cintas con las carátulas garrapateadas.

—Si te refieres a Toño, hemos roto.

Jonathan le hizo un gesto a Salva, que sacó una Coca-Cola del botellero, la abrió con un mandoble de muñeca y se la ofreció a la Lore. 

—Te invito. Por los viejos tiempos.

El brindis entre cristales cortó el bullicio formado por las voces juveniles, los bolos al caer y el choque de la madera de los futbolines.

—Te has cansado muy pronto del tarugo del Toño.

—¿Crees que es mejor que tú?

—Ni media hostia tiene, el «enterao» ese.

A la muchacha le empezó a saber a vómito la Coca-Cola cuando se dio cuenta de que la guerra no significaba lo mismo para su rival: el Jonathan quería volver a ser el gallo del barrio, lucirla de su mano para mostrar que coleccionaba a las más bonitas. Para él era un juego con el que reafirmarse como líder, no una cuestión de identidad, como para ella. Para la Lorena era un tema de supervivencia porque la Voz de «Nainoná» les había abierto los ojos. Ahora entendía que no había nada inofensivo en la música, que la Voz era su espada, que la había sacudido hasta la médula y que le había dado empuje para tomar sus propias decisiones. 

Pensó que, tal vez, no había sido tan buena idea presentarse sola en terreno hostil, y más recordando que el Jonathan tenía el buche inmenso y viendo cómo había metido en la pletina su famoso casete metalero con canciones de Barón Rojo, Leño, Barricada y Obús.

El Jonathan salió de detrás de la barra y se sentó junto a ella con una sonrisa de autosuficiencia. Todo parecía estar saliendo mejor de lo que lo había planeado: el antro era suyo y la Lorena estaba allí, buscándolo, echando sin duda de menos su compañía, sus chistes, y su música. Había que reconocer que entrar sola en el Flores Park después del incidente del parque no le había tenido que resultar fácil, pero se había comido el orgullo y se le había acercado porque estaba «clarinete» que no podía pasarse sin él. El Jonathan nunca se había creído muy gallito de corral, pero había notado una conexión especial con la Lorena : siempre que la tenía cerca se sentía algo así como invencible, capaz de cualquier cosa, como si ella le transmitiese la fuerza necesaria para poder hacer aquello que se le metiese en la mollera. La Lorena era como un buen porro que, para qué negarlo. 

La muchacha perdió la cuenta de las copas a las que invitó al Jonathan, siempre con la vista puesta en la Grundig, siempre deseando poder llegar hasta el aparato para detener la maldita cinta metalera y sintonizar «Nainoná»: la Voz llevaba ya tiempo en antena y ella se lo estaba perdiendo por escuchar las chorradas de aquel maromo borrachuzo que ya había empezado a chuperretearle el cuello. Quizás, si se lo pedía por las buenas, el Jonathan accedería a sintonizar la emisión. 

—¡Johnny!

—Uhmm…

—Me tienes loca perdida… pero Obús tiene de romántico lo que yo de Raffaella Carrá. ¿No podemos poner otra cosa? ¡Anda y déjame cambiar un rato!

—Cuando se acabe la cinta, que todavía le queda como la mitad. Mira que voy a pensar que quieres un viaje de «Nainoná». 

La Lorena lo empujó con un gesto de coquetería.

—No te enteras… ¡que esto no es romántico y no me pone nada! 

—Ya te pongo yo a mil, monada—, el Jonathan se acercó de nuevo al cuello de la Lore y le metió una rodilla entre las piernas—. Que ya sé cómo te gusta.

—Tío, te digo que hay que cambiar la música, que esta no crea ambiente… es que no dan ganas ni de privar ni de enrollarse ni de nada.

—Lore, no voy a cambiar la puta música, así que si quieres rollo, vas a tener que dejar de vacilarme porque la Grundig no se la voy a dejar ni a mi madre esta noche. ¿Estamos?

No. No estaba. Pero no sabía cómo llegar hasta el equipo de música y se le había acabado el dinero para seguir invitando al Jonathan. Tenía que sintonizar «Nainoná», dejar que la Voz inundará el Flores Park y que emergiera Su Palabra. Necesitaba colocarse allí y hacer que todos sintieran su efecto. Pero el Jonathan no estaba lo suficientemente hasta las trancas y no podía soportar su lengua recorriéndole el cuello, ni su bragueta, ni sus manos, ni su aliento pegajoso.

Como si le estuviese leyendo el pensamiento, el Jonathan avanzó la mano por el muslo e intentó metérsela por debajo de las bragas. La hostia que le arreó la chica se oyó por encima de la música y casi lo tiró del taburete. Antes de que se pudiera dar cuenta de que ella lo había vuelto a humillar delante de todos los rockabillies, ella ya había enfilado para los baños.

Lisa se encontró en el cuarto de baño del Flores Park con la Lorena, que apuraba un pitillo sentada encima de la tapa de la taza, con churretones de máscara en las mejillas. 

—¡Lore!

—¡Olvídame, Isabel María!

Lisa se revolvió. 

—¡Que no me llames así!

—¡Cállate, petarda!

—¡Muérete y entiérrate sola!

Estaban solas y, a pesar de que la puerta estaba entornada, la música de los recreativos hacía vibrar la puerta.

La Lorena miró a Lisa, que le devolvió el gesto. Sus miradas invitaban a la tregua, a volver a la amistad perdida, un gesto nostálgico ansioso de comprensión.

Lisa tendió la mano a la Lore y esta le pasó el cigarrillo. La calada de la chica de negro fue larga, casi ceremonial.

—¿Cómo es que te lo fumas aquí, tía? 

—He discutido con el Jonathan. Yo quería razonar y él solo quería tema.

—Jo, tía ¿ya? Menudo cafre, Lore.  

—Son todos igual de pesados. Toño también es así.

—Pero con el Jonathan por lo menos te ríes. 

Lisa tomó un trozo de papel higiénico, lo humedeció con la lengua, y le limpió los churretes a la Lore.

—¡Menuda «penitenta» estás hecha!

—Lisa, paso. Me quiero ir.

—Anda, anda. Tira ‘pa fuera, que te invito a una Coca-Cola con un chorrito de Larios.

Las caras de ambas quedaron a pocos centímetros cuando la Lore se incorporó. Los primeros acordes de un guitarreo desconsolado se dejaron oír y, enseguida, la Voz recitó la letra de la misma canción que sonaba.

«Veo tu casa desde mi balcón
Chimeneas y tu ropa al sol
Aviones plateados rozando los tejados
Vestido y en la cama vigilo tu ventana.» (19)

Los centímetros que separan las caras de las dos chicas se cargaron de electricidad.

—Es nuestra canción, Lore.

Lisa sonrió con la sonrisa de los vencidos, mezcla de resignación y renuncia.

Mil voltios recorrieron el cuerpo de la Lore, una antigua sensación que había intentado olvidar desde que la descubriera, años atrás, una noche calurosa que dormía en casa de su amiga. 

Sus labios estaban tan cerca que ambas podían aspirar el aliento de la otra, y la mezcla de sus colonias baratas con el humo del pitillo creaba una sinfonía hipnótica de aromas. La voz de Manolo García lloraba lágrimas metálicas mientras las paredes vibraban.

Lore esquivó el acercamiento y se dirigió a la puerta.

Lisa la detuvo por el brazo.

—¡Amiga!

—¡Déjame!

La muchacha siniestra dio un paso atrás.

—No soy igual que tú, tía. 

—¿Igual que yo? Nunca te dije de hacerte siniestra, Lore.

—No. Siniestra, no… valiente.

El tiempo pareció ralentizarse. La Lorena oía su corazón latir con el ímpetu de un sintetizador furioso mientras subía las escaleras que conducían del sótano donde estaba el baño al local del Flores Park. El camino se le hizo eterno. Los escalones se le resistían con una desfachatez insultante. Cada uno de sus tejidos le reclamaba sentir la Voz que acompañaba «Nainoná».

Lo necesitaba. 

Se moría por sentir la euforia de la huida musical, que la acompañaría por sendas inexploradas a una realidad en la que era poderosa.

Un viaje de «Nainoná», solo uno más para que la congoja se escurriese por el desagüe, para volar más allá de los tejados de los bloques de apartamentos, por encima del bosque de antenas y chimeneas ciegas, de pararrayos y de azoteas con ropa tendida.  

Una vez en lo alto de las escaleras, vio que el Flores Park rebosaba de gente. La Lorena no lo recordaba tan concurrido, ni siquiera durante las fiestas del barrio o el fin de año. De fondo sonaba una melodía de un grupo desconocido y la bola de discoteca que pendía del techo enviaba destellos que perseguían a las sombras en las paredes. El aire era denso y caliente, y decenas de jóvenes saltaban al compás, enlazando manos, agitando cabezas, moviendo las caderas con furia, exudando un arrebato desenfrenado. Los cuerpos se entrelazaban al son de la música, que los envolvía y los arrullaba, que los excitaba y los hacía botar, por momentos, como un solo ser, vibrando en la misma frecuencia, una para dominarlos a todos. 

La Lorena creyó distinguir al Petete atrincherado al lado de la Grunding cuando sintió las zarpas de la Voz en sus entrañas, y aceptó la invitación al viaje con la misma alegría y entusiasmo que compartía con el resto de los que danzaban. Se fundió con ellos voluntariamente, porque era «Nainoná» lo que se escuchaba en todo el local. 

Cada garganta y cada dispositivo con altavoces, fuera radio, televisión, cadena de alta fidelidad, telefonillo, videocasete o sonotone, en cada calle y en cada casa de El Porvenir, en plazas y avenidas, en bloques de apartamentos y en urbanizaciones, en mansiones y chalés pareados, en hoteles y en tiendas, en restaurantes y bares, coreaban las mismas palabras:

«No es la primera vez que me encuentro tan cerca
de conocer la locura,
y ahora por fin, ya sé qué es no poder controlar
ni siquiera tus brazos.
Y sientes que están completamente agotados
y no entiendes porqué.» (20)

La primera fiesta de raveros de la historia que asoló el país anteriormente conocido como España duró veinticuatro horas durante las cuales todas las frecuencias se infectaron de la emisión de «Nainoná». No hubo barrio, ciudad ni aldea en los que los jóvenes no vibrasen al mismo son y como si se fuera a terminar el mundo. Y ya no hay había ni Lorena, ni Jonathan, ni Toño, ni Lisa, ni el Petete, ni Salva, ni lolailos, rockabillies, bakalas o siniestros, solo millones de cuerpos que formaban un ser único y multiforme que viajaba por dimensiones acústicas. Pero aquellos no eran los estertores propios del apocalipsis, sino los sonidos del esfuerzo de un parto: había nacido el Primer Espacio Ravero Ibérico.

Cientos de aviones metálicos, que reflejaban las luces artificiales de la superficie, se adueñaron de los cielos. 

(1) “Echo de menos”, Kiko Veneno.
(2) “Bienvenidos”, Miguel Ríos, 1982.
(3) “Sildavia”, La Unión, 1984.
(4) “Echo de menos”, Kiko Veneno, 1992.
(5) “Sildavia”, La Unión, 1984.
(6) “Bienvenidos”, Miguel Ríos, 1982.
(7) “Maneras de vivir”, Rosendo, 1981.
(8) “No aguanto más”, Luz Casal, 1982.
(9) “Adiós Tristeza”, Los Secretos, 1991.
(10) “Sildavia”, La Unión, 1984.
(11) “Huesos”, Los Burros, 1983.
(12) “Escuela de calor”, Radio Futura, 1984.
(13) “Rock & Roll Star”, Loquillo y Los Intocables, 1981.
(14) “Mala reputación”, Loquillo y Los Trogloditas, 1988.
(15) “No mires a los ojos de la gente”, Golpes Bajos, 1990.
(16) “Los Toreros Muertos”, Los Toreros Muertos, 1985.
(17) “El límite”, La Frontera, 1989.
(18) “Sorprendente”, Leño, 1982.
(19) «Aviones Plateados», El Último de la Fila, 1986.
(20) «Hechizo», Héroes del Silencio, 1990.

Playlist: https://www.youtube.com/playlist?list=PLOEKNNR8Nf2cQiIhp8ssyJ_VDV0jbbrJ2

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