Personas mirando el cielo

Por Olivia Teroba

Ella se reía porque no sabíamos cómo encender el fuego. Reía por todo y a veces nos incomodaba; después comprendí que era un tic, un gesto, le salía igual que el tono de la voz o el movimiento de las manos al hablar. A los hombres del grupo nos hacía sentir incómodos porque se supone que debíamos saber cómo hacer esas cosas, es decir prender fuego; al final su risa disolvía los prejuicios mientras nos indicaba que pusiéramos dentro del agujero en la arena las ramas más pequeñas abajo y encima las más grandes, al centro un pedazo de cera de la vela que guardábamos en el equipaje. Yo puse la vela entera por error y cuando lo dije en voz alta todes rieron, como si estuvieran esperando un pretexto para unirse a aquella risa. Con un movimiento de sus manos la vela se incendió y consumió la madera cercana, colocamos entonces leños grandes que vencieron a las llamas; tuvimos que empezar de nuevo. El error fue un poco por la euforia de estar en ese momento y haber escapado de todo; fue también nuestro deseo de verla realizar ese delicado procedimiento otra vez.

Afuera de esta playa se ha terminado el mundo, pero no sé con precisión cómo pasó. Quizá estalló una guerra o se acabaron los recursos o la abulia nos venció o un día la realidad se nos disolvió entre las manos como el sueño que fue siempre. 

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Ella vuelve a encender la fogata desde el principio, con calma, igual nadie tiene prisa; la madera cruje y pienso en cuántas veces un grupo se ha reunido así alrededor del fuego, y si allá afuera existirán otres que puedan hacerlo en el futuro. Toma una vara de ocote, la pone sobre las brasas y va colocando ramas pequeñas, una por una. Nos quedamos inmóviles para no arruinarlo. Las risas se van agotando de a poco, ella misma está un poco solemne: la madera ha encendido bien y la lumbre nos tiene casi en trance; el mundo ha dejado de girar, sentimos el frío húmedo ante el calor que surge de la madera; ella hincada brillando ante la noche y el mar, sudando, tan cerca a la luz que la ilumina, por eso el mundo se ha detenido. No es exactamente un trance; es saber que todes vemos, sentimos y pensamos lo mismo, por eso no hay necesidad de decir nada. 

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Debimos hacer algo antes, ¿sabes? Tomar el asunto en nuestras manos, formar comunidades y terminar así con un sistema cada vez más insufrible e injusto. Quizá aún podamos reunirnos, hacer algo. Mi hermana fuma un cigarrillo con su mano desocupada mientras mira el mar y yo le pinto las uñas. Las mías están recién pintadas, del mismo color que le pongo ahora en las manos. Le respondo que no es tan fácil, quedan pocas personas y menos aún que quieran hacer algo. En el fondo, pienso que no se ha dado cuenta de que no hay nada qué hacer. La negación es una forma de prolongar la esperanza. Por eso no le digo nada y la dejo que siga hablando de guerrillas y revoluciones. Un día cuando menos lo esperes, me dice. Quizá, le digo. En estos tiempos pasan cosas inesperadas, añado. Como llegar aquí, le sonrío. 

No sabemos de dónde sacó ella el auto, ni las provisiones. Yo sé que los licores vienen de una bodega de la que alguien tenía llave. Por eso venimos hasta aquí, para que nadie intentara robarnos los licores tan difíciles de conseguir hoy en día.

Acá nos la pasamos haciendo actividades así, sin sentido, como pintarnos las uñas; a estas alturas leer, escribir, cultivar la tierra, dormir, soñar, coger, morir, se han vuelto acciones indistintas, pertenecen a la misma categoría.

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Somos once quienes quedamos en el mundo. Con su ayuda, nos fuimos encontrando en el camino, reconociéndonos por gestos de la mano o miradas, por la forma de caminar o de reír o no hacerlo. La intuición es lo único seguro en estos tiempos, toda deducción lógica se ve desmentida en un abrir y cerrar de ojos. Sabemos que si seguimos con vida es porque sabemos intuir: por eso venimos aquí a conversar, cantar, bailar o arrojarnos al mar, que a estas alturas de la historia viene a ser lo mismo.

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Él me mira aburrido después de hacer el amor y pasea su mano por mi cuerpo con desgana. Le pregunto en qué piensa y me dice, en los hombres con los que has estado antes. Le tomo la mano que me recorre y muerdo su dedo meñique. No digo nada porque no habría qué decir. A mucha gente le ha costado tanto o más que a él olvidar lo que nos enseñaron por tanto tiempo: que las personas son propiedad unas de otras. Te amo, le digo al oído y él finge que no me oye y me pregunta cómo llegué hasta aquí. Le cuento que estaba intentando sembrar, cebollas o papas, no recuerdo bien. Llevaba varios días sin comer y estaba sentada frente al plantío esperando que algo creciera. Puede que hayan pasado varios años, le dije, la guerra terminó y yo seguía sin probar bocado. Tal vez sólo pasó un día y yo deliraba de hambre cuando ella vino en el auto y me dijo que me llevaría al mar. ¿Y tú?, le pregunto. Él ronca, indolente.

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 En realidad han pasado bastantes cosas. Pero son tantas que no sé si valdrá la pena contarte. ¿Dices que vienes de otro lugar, de un tiempo pasado, para comprender por qué somos once y cómo terminamos en el mismo sitio, diciendo que vamos a construir un barco para escapar, cuando sabemos que nuestras provisiones apenas durarán unos días, que nadie tiene idea de cómo construir nada, y que no hay a dónde ir?

Si tuviera dos minutos para viajar al tiempo del que tú vienes, iría al centro de la ciudad, correría al café más próximo y pediría un expreso bien cargado. De todo lo que se fue a la mierda lo único que valía la pena era el café. Cuando la dependienta me lo entregara, y me la imagino no sé por qué joven y robusta, con ojos grandes y brazos fuertes, casi puedo ver su mano firme sujetando el vaso desechable; cuando ella me entregara el café, me lo llevaría sin pagar. El problema es que las cafeterías eran un lugar para perder el tiempo y con un par de minutos correría el riesgo de que tardaran demasiado en atenderme y me fuera de ahí sin sentir el calor de la bebida entibiando mi mano a través del envase. 

Estoy seguro de que quedan más, pero no conservan la voluntad, como nosotres. De eso se trató el cataclismo. Las personas fueron perdiendo la voluntad poco a poco, apenas unos años después del momento del que vienes. Nadie pensaba que sería así: la gente estaba preparada para desastres naturales y guerras, no para detener aquella oleada de melancolía tan extensa y profunda. Quienes seguimos aquí somos personas tristes; ya desde antes nos habíamos acostumbrado a vivir sin demasiadas esperanzas. 

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Los días se sucedían y no pasaba nada. Nosotres, y cuando digo nosotres me refiero a les once que ella condujo hasta aquí, nos entreteníamos probando nuevas formas de hacer el amor, de fumar hierbas y embriagarnos. La mayoría había descartado ya la idea de navegar, pero yo miraba cada día hacia el horizonte. Un día ella se me acercó y me dijo que nos iríamos cuando hiciera mejor tiempo. Le dije que no había mejor clima para navegar: sol y viento moderado. Ella respondió que saldríamos de aquí en cuanto comenzara una tormenta. Creo que quiere arrojarnos al mar pero no le digo a nadie; a estas alturas es lo mismo drogarse, hacer el amor, hablar a solas o arrojarse al mar. 

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Después de hacer el fuego ella le da a cada quien un pedacito de derrumbe y nuevas hierbas para fumar. Nadie pregunta de qué se trata, desde que nos agrupamos decidimos confiar sin reparos. Desde que llegamos aquí, hasta ahora, hemos cambiado: nuestro cabello y uñas han crecido, tenemos la piel tostada por el sol, la carne ahíta de sexo. Seguimos, no obstante, repletos de tristeza. 

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Primero quiere vomitar. La pulsión domina su estómago, que palpita y se revuelve por dentro. El sabor amargo de las hierbas le llena la boca y la cabeza le punza. Una arcada, después otra. El sabor a tierra de los derrumbes. Se separa del grupo; la sensación ha bajado a su intestino, así que se aparta y mientras defeca se va quitando la ropa. El olor de su propia mierda lo marea. Se limpia en el agua fría del mar y emerge cubierto de sal y algas. Les once se han quitado la ropa, como él. Cada quien la mirada fija en un punto distinto. Algunes observan estrellas o los infinitos granos de arena. Otres, sin percatarse de nada a su alrededor, siguen mirando el fuego.

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Pensar en el sentido de las cosas les quita el significado completamente. No hay perdón posible. No hay posibilidades. Ni palabras que puedan solucionarlo todo. Quedan abismos. Huecos. Silencios. Ausencias. Ruinas. Dudas. Queda tiempo. Extenso, insoportable tiempo.

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Ella está quieta ahora. Creo que he terminado odiándola. Su figura es demasiado prominente, como si nos vigilara todo el tiempo. ¿No crees eso? ¿Que quiere ahogarnos, matarnos, comernos? Dicen que la gente como ella practica la antropofagia. 

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Queda arena bajo nuestros pies espuma rocas y la piel siente y toca el cuerpo del otre y recorre piernas pies, cada uno de los dedos, rodillas sexo abdomen pecho cuello, lo transita, lo palpa, siente el olor del sudor y la grasa y el cielo mientras tanto brilla avecina tormenta. 

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Son cientos los hombres que han estado en mi cuerpo y tú eres uno más pero en este momento eres el único. Sé que no puedes comprenderlo. 

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Soy la polilla que se acerca tímida y fascinada al fuego. Lo que ya estaba escrito. Lo que no existe. Lo que podría ser. Lo que nunca será. El cielo se llena de gris.

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Nos mira. Nos mira y no hace nada, pero de algún modo estudia nuestros pensamientos, los conoce todos. Como si los leyera en un libro.

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Al perder todo se pierde también el miedo. Ni dudas ni certeza: este momento es el número cero en toda su plenitud. Todas las posibilidades abriéndose. 

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Me cuesta mucho incorporarme, tengo el cuerpo entumido. Siento los ojos muy abiertos, quieren capturar toda la luz que puedan. Mis pies no dejan de meterse en la arena, de palparla. Siento cada granito tocar mi piel. Una gota de agua me cae en la espalda. Después otra más. Me levanto y camino con les otres. Seguimos un ave, o el canto de esa ave, o su sombra. Respiro aire húmedo y salitre. Un hombre sigue a otro, una mujer a otra; un hombre sigue a una mujer, nos reunimos acá dentro. Empieza a llover y el agua está helada. 

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