Por Enrique Urbina
La sukulenta le dijo que la mano se la iba a llevar pronto. La plantita, en la ventana de su cuarto, había tirado una flor completa cuando se lo preguntó. Esa había sido su respuesta. Ya antes le había preguntado si iba a besar a Baldur en la fiesta y, cuando terminó de hacer la pregunta, la sukulenta le dijo que sí tirando una de sus hojas en forma de estrella. Y así pasó. Otra noche le preguntó si reprobaría, le dijo que no sin tirar nada. Y también se cumplió. Entonces, cuando Abraxas le preguntó si le capturaría pronto y se cayó la flor de la planta, pues le muchache se puso a llorar. Qué más iba a hacer.
“Tenía una vida que vivir, pero ya no”, se dijo a sí misme mientras pensaba en Rómulo, su novio (lo de Baldur fue solo un crosh que duró poco); o en su mamá y su mamá, que le iban a extrañar tanto; o en su tarántula. ¿Qué iba a hacer su tarántula sin elle? Se iba a morir, la pobrecita.
Aunque era tarde ya, le habló a Baba, su mejor amiga.
—Me va a llevar la mano —le dijo Abraxas a Baba, en cuanto le contestó el teléfoni —. Me va a tocar con su guante vlanco.
—¿Te lo dijo tu sukulenta? —preguntó Baba —. ¿Te digo la verdad? Siempre pensé que era pura coincidencia.
—Pues yo no lo creo. Me va a llevar la mano —contestó Abraxas.
—Mira, no te agüigüites —contestó Baba —. Mañana por la tarde te leo las cartas. Ahí sí estaremos segures.
—Me va a llevar. Dicen que estos días va a andar por aquí —dijo Abraxas, insistiendo en su destino fatal.
—¿Quién dice eso? Si son los del clima, nunca le atinan. Y, bueno, si te lleva, ¿qué? Igual y hasta te la pasas mejor —contestó Baba francamente un poco harte —. Pero quién sabe —agregó inmediatamente, porque se sintió mal por haber dicho eso—. Tú tranquiii.
Abraxas no estuvo tranquiii. Baba tenía razón: no se sabía lo que le pasaba a la gente que era llevada por la mano, pero daba miedo. A Abraxas le dio miedo desde que empezaron a circular los bideos de la mano en los cielos, flotando y moviendo sus cinco dedos enguantados como ansiosa por hacer algo terrible. Le dio miedo incluso en ese momento, cuando se pensó que era una farsa, un engaño, una tontería para desviar la atención de los problemas de la vida real, como el Chupaborregos. No como el Monstruo del Lago Ness, por cierto. Él sí es real. Y sigue vivo. Nada más es penoso.
Obviamente, Abraxas sintió mucho más miedo cuando se confirmó que la mano era real. Tembló, realmente tembló, cuando vio en las notiscias los videos en buena calidad de la mano sobrevolando los cielos de la capital de su país. Se imaginó cómo se sentirían esos dedos enormes, del tamaño de un caballo cada uno. ¿Estarían duros, suaves? ¿De qué material sería el guante vlanco en el que parecía estar metida? ¿Era un guante, para empezar? Esas preguntas le atormentaban todavía, cuando llegó la predicción de su sukulenta. Y después, más, por supuesto. Eso es lo que se la pasó pensando toda la noche.
Pensó en eso, y en la peor experiencia de toda su vida: cuando la mano se llevó a una viegita que caminaba junto a elle. Amanecía. Abraxas regresaba de una fiesta que había durado toda la noche. Iba caminado. Estaba contente y feliz, todavía con el zumbido del ruido que hacían las bocinas del lugar. Bailaba un poco. No le importaba la poca gente que caminaba en la calle a esas horas. No le importaba que le vieran raro.
Hasta que sintió una ráfaga de viento detrás, seguida por gritos y pasos alejándose. Volteó y vio a un typo tirado en el suelo, con la boca abiertísima y la mirada vuelta loca, señalando hacia el cielo. Abraxas siguió el dedo del typo y vio a la mano alejarse. Y vio a la viegita que lloraba mientras la mano la sostenía: sus manos y piernas colgaban hacia abajo, como el cachorro de un animal. Seguía agarrando su bastón dorado, como si lo fuera a usar donde sea que la mano se la estaba llevando.
El typo se recompuso y se levantó y se fue. Y la gente siguió caminando como si nada. Excepto Abraxas. Abraxas se llevó las manos a la cabeza porque le dolía. Luego a los ojos porque le hubiera gustado nunca ver, o al menos olvidar, a la viegita siendo llevada hacia quien sabe donde, contra su voluntad. Abraxas se sintió mal porque no hizo nada. O peor: si hubiera visto la mano antes, se hubiera ido corriendo.
Se lo contó a sus mamás y ellas le calmaron. Le dijeron que, en serio, no hubiera podido hacer nada. Y que, aunque pobre viegita, si lo hubiera intentado, quién sabe qué le habría pasado, y las tristes y desconsoladas hubieran sido ellas. Le dijeron que, por lo menos, había sido una viegita y seguramente ya había vivido una gran vida.
Abraxas se calmó, pero de todos modos pensó en la viegita durante una semana. Se imaginó su voz. Se imaginó hablando con ella y pidiéndole perdón hasta que la viegita de su mente le dijo que estaba bien, que no tenía por qué sentirse mal.
Al otro día, o más bien por la tarde, después de la premonición de la sukulenta, Abraxas estaba en casa de Baba. Ambes se encontraban sentades en la sala que no tenía muebles, excepto por una alffombra que brillaba cuando alguien se reía. Obviamente no brilló en ningún momento.
Abraxas estaba frente a Baba cuando Baba comenzó a barajar sus cartas. Lo hizo con los ojos cerrados. Era buena, Abraxas lo sabía. Sus manos movían y revolvían las cartas tan bien que éstas parecían flotar y ordenarse solas. Entonces llegó el momento de la verdad. Baba tiró la primera carta. Abraxas cerró los ojos, suspiró, y luego los abrió para ver lo que le había salido.
La Garra.
La carta de La Garra mostraba en su ilustración un aparato que existiera muchos años antes. Era como una mano, pero de metal, que recogía animales suavecitos y los entregaba solamente a los mejores y más audaces operadores.
—Jijes… pues tal vez sí te lleve, para qué te digo que no —dijo Baba sorprendida —. ¿Quieres helado? Te invito lo que quieras.
Abraxas se acabó el helado de Baba.
Obviamente había muchas teorías sobre el origen de la mano. Unes decían que era de otro planeta, pero les extraterrestres siempre negaron que fuera de les suyes. Hasta se ofendían cuando alguien mencionaba eso. Otras personas decían, por supuesto, que era un dios. Se inventaron kvltos. Rezaban y cantaban para que la mano se los llevara. Se ponían unos grandes guantes vlancos en ambas manos y los sacudían al cielo para llamarla. Pero su dios de cinco dedos nunca apareció: nunca se supo que ningune fuera llevado por la mano. Otres, justamente se fueron a las cartas. Interpretaron a La Garra como una representación antigua de la mano, como si ya hubiera visitado el planeta antes. Entonces interpretaron las demás y predijeron que El Pollo Loco un día llegaría a hacer quién sabe qué con la gente, así como La Chancla, una de las cartas más terribles del mazo. Finalmente, los del gobierno dijeron que era una conspiración suya; que la habían ocultado por muchos años, y que por fin la habían dejado salir a la luz. Nadie les creyó y los del gobierno no insistieron.
Abraxas se despidió de quienes más quería.
—Mi destino está con la viegita —dijo a sus mamás.
No entendieron a la primera.
Les explicó y se preocuparon. Ahora sí se preocuparon. Pero no tanto como Abraxas esperaba.
—Vigilaremos muy bien el cielo —dijo una de sus mamás.
—Y te cuidaremos de la mano, no importa lo que suceda —dijo la otra.
Abraxas les agradeció, pero ya no quiso insistir más: sabía que no podrían hacer nada contra elle aunque lo intentaran. Las abrazó mucho tiempo, de todos modos.
Luego fue con Rómulo.
—Me va a llevar la mano muy pronto, así que quiero decirte que te quiero mucho —dijo Abraxas.
—Vámonos de aquí —dijo Rómulo con esa vocecita que tanto le gustaba a Abraxas —. Hay que escapar.
—No hay escapatoria —dijo Abraxas.
—¿Entonces? —dijo Rómulo.
Entonces nada. Abraxas le colgó.
—¿Qué te dijo? —preguntó Baba, quien le acompañó durante toda la llamada.
—Bah —dijo Abraxas mientras pensaba si el guante de la mano sería suave o áspero como los pelos de su tarántula.
—Siempre me pareció un tarado —dijo Baba.
—Pero todavía lo quiero —dijo Abraxas.
—Sí, pero él no está aquí —dijo Baba.
Abraxas no dijo nada. Baba tenía razón.
—¿Podrías cuidar a mi tarántula? —dijo Abraxas después de un silencio.
Baba miró hacia la tarántula, que parecía escucharlas porque movió sus dos patas delanteras, cosa que hizo que su pelaje negro y plateado brillara con las luces flotantes del cuarto. Baba tragó saliva. Los pelos de los brazos se le erizaron.
—Sí —dijo Baba.
Obviamente Abraxas no se lo esperaba. Era mediodía, aunque elle no lo sabía porque estaba encerrade en su cuarto, con las ventanas completamente negras. El techo desapareció con un crujido que despertó a elle y a Baba. Abraxas cerró la boca, la apretó lo más fuerte que pudo y lloró. Baba abrió la boca y se le quedó viendo a la mano, que parecía brillar más con la luz a la que los ojos de les chaves se habían desacostumbrado.
La mano se acercó lenta. Movía los dedos como las patas de la tarántula. ¿Acaso esperaba ese momento? Abraxas volteó hacia donde estaba su sukulenta. La pobre estaba tirada en el piso, con la tierra toda desparramada. Intentó pensar en lo que Baba le dijo al principio: tal vez la mano sí se le llevaría a un lugar increíble, un lugar con muchas tarántulas, donde la mano cuida y juega con todas las personas que se ha llevado desde que apareció.
Abraxas decidió que no abriría los ojos hasta que llegara al lugar al que la mano se le iba a llevar. O hasta que se muriera de quién sabe qué.
Sintió la punta de un dedo de la mano tocar su cabeza. Era suave.
Luego no sintió nada. Luego la oscuridad detrás de sus ojos se oscureció un poco más. Luego Baba gritó. Luego regresó la luz más allá de sus párpados. Sus mamás patearon la puerta y entraron a su cuarto, que estaba cerrado con llave, una muy buena, al parecer, porque aguantó todo.
La sukulenta sobrevivió. La tarántula también. Y también Baba y las mamás de Abraxas. Y Abraxas también. Baba le contó a Abraxas lo que había pasado: cuando la mano estaba por llevársela, cuando empezó a cerrar los dedos sobre elle, el cielo se oscureció tanto como si se hiciera de noche. Dos columnas o cosas inmensas bajaron de él. Eran completamente negras, como los hoyos en el suelo que salieron hace unos años.
Baba le dijo a Abraxas que entonces esas dos columnas o cosas se cerraron sobre la mano y la levantaron. La mano intentó zafarse. Se retorció, pero no pudo y se elevó en el cielo hasta desaparecer. Baba le dijo que entonces pudo ver más de esas columnas o cosas inmensas, y que entonces se dio cuenta de que eran dedos. Contó todos mientras se alejaban, mientras volvía la luz. Eran cinco.
—Yo creo que la palma tal vez era del tamaño de la mitad del planeta —concluyó Baba.
Después del recuento de Baba, Abraxas miró a su sukulenta, que ya estaba de nuevo en la maceta. Se le acercó, pero no le preguntó nada. Le echó agua de un jarrito que había a un lado.