Por Luis Carlos Barragán
Hay un lugar, menos turístico que los otros, donde el azul sólido del plumaje de las golondrinas puede verse al atardecer, mientras se mueven en gigantescas bandadas haciendo piruetas. Parecen un tornado en movimientos imposibles: girando, contrayéndose, volviendo, expandiéndose sobre el paisaje de una isla remota en el pacífico. Es un turbulento, violento espasmo del tiempo y de la gravedad. Treinta y cinco minutos después, una nueva contracción obliga a los pájaros a volar en reversa. Es una prisión temporal. Las figuras descritas por la bandada son repetidas en reversa con exactitud durante el atardecer. El sol vuelve a subir y todo se aclara; treinta y cinco minutos después parecen detenerse, vibran como si fueran una imagen virtual en la retina y vuelven a volar en tiempo normal por otros treinta y cinco minutos.
Había destinos más populares que incluían un choque de automóviles que se repetía cada dos minutos; una coreografía en un restaurante con personas, platos y mesas cayéndose por una pelea trivial, y un atentado terrorista que implotaba, explotaba y volvía a implotar, y las personas se tomaban selfies al lado de los muertos que cobraban vida y morían una y otra vez mientras eran llevados por el aire siempre en la misma trayectoria. Las personas atrapadas en el accidente, condenadas a repetirse eternamente, se habían convertido en un nuevo mercado para las compañías de turismo.
Ese lugar era como aquella noche sin sonidos en Uganda, cuando la mayoría de los ciudadanos se perdieron y sus esposas llamaron a la policía para saber qué había pasado con ellos y reportarlos. Charles Bulawango, de cuarenta y cinco años, usaba una camiseta blanca y unos shorts cuando fue visto por última vez. Bazilio Okara, de veinticuatro años, que no aparecía hace dos noches, y que mide 1,75, es un joven delgado con un arete en la oreja izquierda.
La prensa se alarmó al mostrarnos que las personas desaparecidas parecían estar manifestándose a través del tiempo. Fotografías antiguas mostraban que personas que nacieron en el 2030 habían tenido una larga y provechosa vida en 1936 y sus tumbas, aparentemente, mostraban que sus viajes al pasado eran comprobables. Cartas escritas durante la Segunda Guerra Mundial, remitidas a personas del 2059, diciendo que extrañaban a los amigos de siempre, a pesar de que en sus líneas temporales todavía faltaban años para que sus mejores amigos y esposas nacieran.
Las fisuras temporales se manifestaron en ciudades grandes, donde miles de personas habían quedado atrapadas viviendo un segundo infinitas veces, repitiendo una palabra como: esfínter, esfínter, esfínter, esfínter.
La Doctora Rogers estaba muy concentrada leyendo los datos en pantalla del cronógrafo sísmico. Números y números en secuencias que ella había internalizado como parte del Teorema de Incompletitud de Gödel, y que podía leer como segmentos de relaciones entre la historia y la invención de la primera máquina del tiempo e interrelaciones de hechos fortuitos y loops que habíamos descifrado hace años en el tablero: cada segmento de la línea T (tiempo), está hecha de T + H (gravedad) por X (un número dado). Y si es cierto, esta fórmula en un plano real es imposible de resolver, porque si T se contiene a sí misma, cada vez que T representa algo, sumándose con la gravedad, haría que T fuera cambiando constantemente, inmediatamente, creando un axioma de cambio infinito. La paradoja de Bertrand Russell. Los viajes en el tiempo, que todavía no habían sucedido más que en el hecho de que la máquina del tiempo se había creado, habían roto la linealidad y había comenzado a causar estragos en toda la historia del planeta Tierra. Fue cuando la Doctora Rogers golpeó con su dedo la pantalla tan fuerte que todo nuestro equipo paró oreja, y los que nos estábamos quedando dormidos despertamos de inmediato.
-Lo encontré – dijo, con los ojos rojos y el pulso acelerado por la cafeína. – Hay un loop de regresión temporal. Mohamed, dame las coordenadas y el tiempo.
Me dio los números del cronógrafo sísmico y determiné la información.
– Año 610 del calendario gregoriano. Ammm…. ¿Arabia Saudita?
– ¿Qué región?
-Un segundo, doctora Rogers… ¡Monte Hira!
El espacio se curva, las distancias parecen expandirse. Quiero quedarme viendo las golondrinas mientras en varias partes del mundo las personas parecen haberse congelado en el tiempo. Tal vez sólo la Doctora Rogers y yo lograríamos verlas antes de que el tiempo colapsara por completo y los humanos comenzáramos a devolucionar convirtiéndonos en micos, en ratas, en anfibios y luego en organismos unicelulares. Los turistas que han pagado para no perderse este momento espectacular portan un pequeño objeto en el cinturón con el que pueden detener el flujo del tiempo a su alrededor: no es una máquina del tiempo per se, pero los efectos se parecen.
La Doctora Rogers me besó frente a las golondrinas. Ella tenía 58 años y dos doctorados en Cronología Matemática. Yo estaba en el segundo año de doctorado y la única forma de continuar recibiendo la beca de la universidad era haciéndole el amor en su oficina, complaciéndola en las formas más variadas, y siendo su esclavo. Tenía un carácter dulce algunos días del mes, cuando podía descansar y dedicarme a mi propia disertación, pero sabía que muy pronto tendría que dejarlo todo y hacer exactamente lo que ella me pedía. Si quería que le dijera que era una perra, y que le escupiera en la cara, y que le diera cachetadas, tenía que hacerlo, y ella me amarraba con una correa al cuello y tiraba de ella mientras la segunda fórmula de Gödel del Axioma tatuado entre sus tetas me miraba con fuerza inusual y escalofriante.
Por un momento activé el secuenciador en mi cinturón para mantenerme alejado del espacio temporal de la Doctora Rogers, y la dejé congelada 35 minutos en reversa mientras acomodaba mi alfombra en el suelo, me hacía las abluciones con arena, me orientaba hacia la Meca y oraba el Maghreb. Allah Hu akbar, Besmellah el Rahman el rahim al Hamdulillah Rabil al amin, El Rahman el rahim, Meleki yom a Dim, yeka nabudu, wa yeka nasta’im, etc., etc. Al terminar puse mis dedos en el secuenciador, girando la perilla para desarmar mi campo de atemporalidad sin que ella supiera que yo acababa de hacer mis oraciones, mientras las golondrinas volvían a formarse como las habíamos visto antes. Ella era atea y no entendía por qué diablos yo tenía que seguir creyendo en esas supersticiones; preferí dejar de hablar de eso, y el tema se fue convirtiendo en el elefante en el cuarto del que nadie quiere hablar.
Lo que levantó sospechas sobre mí, y por lo que todo el equipo de control se quedó mirándome, fue bastante obvio. En el año 610, en el monte Hira, en la montaña Jabal al-Nour, cerca de la Meca, el profeta Mohamed (que reciba la paz) tuvo su primera revelación. Allí vio al Ángel Gabriel en forma de “hombre.” Yo era el único científico con creencias religiosas en esa oficina, y sucedía que era un musulmán sunita.
-Muchachos, ahora podemos decir con bastante precisión que lo que está causando este violento rasgamiento temporal de anti protones fue una conexión entre nuestro tiempo, más específicamente dentro de dos meses, con Arabia Saudita en el año 610 después de Cristo.
Hubo una celebración sencilla en la oficina con alcohol que yo, por supuesto, no probé, y la noticia se propagó rápidamente en los periódicos.
Inmediatamente se comenzaron a hacer preguntas. ¿Qué pasa si no pagamos este peaje temporal? ¿Qué pasa si no se efectúa el viaje en el tiempo?
-El tiempo, como lo conocemos, se va a volver añicos. Hemos especulado con mucha certeza, al menos en las simulaciones por computador, que el futuro, el presente y el pasado comenzarán a mezclarse. Nuestro cerebro es demasiado básico para entender las implicaciones matemáticas, pero podemos imaginar que se verá como un video dañado en betamax.
Por ese entonces las funciones corporales y físicas de la gente se estaban revirtiendo en Latinoamérica: los bollos de mierda saltaban de manera violenta, penetrando a las personas que estaban sentadas en el inodoro, introduciéndose en el intestino y convirtiéndose paulatinamente en bolo alimenticio, hasta que era propulsado, con la ayuda de un tenedor, fuera de la boca en forma de comida. Luego se iba directamente a la cocina donde era descocinado, hasta que la carne llegaba al matadero y la vaca revivía de un golpe. Las personas que experimentaban esta tortura eran totalmente conscientes de lo que estaba sucediendo, pero era muy difícil salir del espacio designado para cada cuerpo, como si unas manos fuertísimas agarraran el cuerpo de los pobres argentinos y venezolanos, obligándolos a vomitar su comida favorita y a decrecer en silencio hasta ser niños de siete años, incapaces de hacer multiplicaciones por dos dígitos. Estaban encerrados en sus cerebros, que avanzaban en tiempo normal.
Dos días después del comunicado de prensa, y de que la comunidad científica le diera crédito a la Doctora Rogers y a nuestro equipo por el descubrimiento, El Fermilab y la asociación Panamericana de Estudios cronológicos me designaron como el viajero que volvería al año 610. No sólo era un candidato doctoral en estudios cronológicos, sino que sabía árabe clásico y estaba familiarizado con las historias del profeta hasta el tuétano. Aparecí en televisión internacional y el presupuesto para el programa se duplicó por cuenta del gobierno japonés, que estaba absolutamente afectado por las cataclísmicas malformaciones temporales. Más del sesenta por ciento de Japón había vuelto a 1945: las bombas atómicas habían implotado dejando miles de casas convertidas en un destello y las personas en esos sectores habían sido arrastradas irremediablemente hacia la Segunda Guerra Mundial.
La Doctora Rogers me llevó un Qurán a mi habitación de residencia. “Muy bien hecho, Dr. Mohamed. Esto es un regalo de parte mía, para celebrar el que haya sido elegido.” Ahora entendía muy bien a qué había estado jugando. El sexo en la cama me había promovido al rango del capitán de la misión. Había intentado darme lecciones de teología después del orgasmo. Así es como debía mantenerse esta extraña forma de promoción laboral: ateo ante ella, profesional en el equipo de trabajo, científico frente al comité de evaluación, devoto ante la comunidad religiosa islámica, conciliador con la comunidad chiita, desnudo si la doctora Rogers quería algo de mí, erecto si la ocasión lo exigía, listo si me llamaba en la noche, dispuesto a seguir sus órdenes si ella así lo deseaba.
Los teólogos de la Universidad de Al-Azhar en el Cairo aseguraban que el viaje temporal debía suceder, y que probablemente la revelación de Mohamed no había sido por parte de un ángel, sino de un viajero temporal, pero eso no le restaba autoridad al Corán. Los salafistas estaban furiosos con mi existencia y decían con propiedad: “Si Allah es el que reveló el Qurán, entonces no permitan que ese idiota viaje en el tiempo, y así veremos quién es más poderoso, Allah o el hombre.”
El presidente de Irán hizo una fatawa para matarme. Los gobiernos alrededor del mundo no podían darse ese lujo y me habían surtido con guardaespaldas.
Durante esos dos meses estuve mejorando mi árabe clásico con los profesores más excelsos del mundo, aprendiendo historia sobre Arabia en el siglo VII, y qué cosas debía evitar para no llamar la atención. Hicimos un plan general de lo que debía hacer y cómo debía hacerlo, revisando las Hadiths del profeta Mohamed. No tuve tiempo más que para la preparación del viaje y apenas si comencé a dudar del islam cuando volvía a pensar que no había sido Gabriel, sino yo, el ángel que traería la palabra de Dios. ¡Recita! ¡Recita! En el nombre de Dios, el misericordioso, el compasivo, el maestro del día del fin del mundo, el creador del cielo y de la tierra.
Un día antes del viaje la doctora me dio una mamada en la oficina. Uno de mis guardaespaldas lo grabó con su secuenciador, lo compartió en internet y salió en las noticias. El devoto elegido para volver al santo tiempo del profeta es un fornicador. Tiene sexo sin haberse casado. ¿Cómo puede un idiota de esta calaña ir a ver a nuestro santo profeta?
“En otras noticias, el capitán de la misión al pasado, Mohamed Naguib, fue grabado en…”
Entrevistas a los líderes religiosos: “Es un gravísimo error enviar al señor Naguib al pasado.”
Sheikh Salafi: “Si lo que está sucediendo alrededor del mundo es una catástrofe, enviarlo a él al pasado será el fin del mundo.”
El día del viaje me llevaron en una limusina y una manifestación masiva me rechazaba como el enviado del futuro.
– ¡Vete a la mierda, adúltero pecador!
– El profeta Mohamed no merece un mensajero como tú.
Alguien intentó atacarme y lanzarme botellas y piedras. Yo estaba sudando, asustado. Subí a las instalaciones al lado de la Doctora Rogers, que había estado preparando la máquina del tiempo, y me decía: “No le prestes atención a esos idiotas.” Podía oler algo diferente en su cuello, en su piel de cincuenta y tantos años. Ansias por reconocimiento. Yo sólo era un peón en su carrera hacia el éxito.
La máquina del tiempo parecía un chasis con unos discos giratorios. Tecnología sin cubierta, con cables y un generador de pulsos de antiprotones con un sticker de la Tardis de Dr. Who. Uno de mis compañeros me dio una mochila con todo lo que necesitaría: un equipo de holografía con sonido de alta calidad, dracmas bizantinos del periodo de Mohamed recolectados de varios museos numismáticos, un traje de invisibilidad, comida para un par de días, un secuenciador de bolsillo, un comunicador telepático y lo más importante, un Qurán en letra muy clara con las anotaciones que el Cronógrafo sísmico nos había dado. Antes de entrar y quitarme la ropa comencé a escuchar la alarma. La Doctora Rogers recibió un mensaje: Terroristas.
-Vete. ¡Vete ya!
Me metí en la máquina del tiempo cuando comencé a escuchar las explosiones. Habían roto la seguridad del complejo. Los operadores iniciaron el contador y los discos comenzaron a girar. Antes de que la puerta se cerrara vi que las luces se apagaban, que un grupo de enmascarados gritaban “¡Allah Hu Akbar!” mientras disparaban a científicos con doctorados más impresionantes que el mío. Guardaespaldas y agentes de seguridad contraatacaron mientras la máquina generaba un campo de energía. Saqué el secuenciador, giré la perilla y congelé a esos idiotas por dos minutos. Las balas regresaron a las pistolas, los muertos cobraron vida y los terroristas corrieron en reversa. Salí de la máquina del tiempo, sabía que la doctora Rogers iba a morir en el atentado. Me acerqué a ella, que estaba atascada en la deformación temporal, haciendo los movimientos pregrabados en el tiempo. La miré, la toqué, le di un beso en labios que no reaccionaron.
– Sé que me trataste como una mierda, pero yo sí te quería. Allah es mi testigo. Espero que te ganes el Nobel de Física por este descubrimiento, perra. Mientras tanto yo me moriré de calor en Arabia Saudita.
Regresé a la máquina, rodé el secuenciador en mi cinturón y la vi morir antes de que todo a mi alrededor colapsara. La realidad se hizo añicos mientras atravesaba un agujero de gusano que me llevaba a la posición preseleccionada de la Tierra, a través de un túnel de estrellas.
Esperé en la cueva del monte Hira por dos días. La nave había aparecido en un lugar del Mar Rojo, cerca de Abisinia, y tuve que pagar por un bote que me llevara a Jeddah y de ahí a la Meca. Disfruté de suficiente tiempo para familiarizarme con el árabe antiguo. Las películas de Hollywood que mostraban Arabia durante este periodo no estaban nada mal, pero el árabe tenía un acento un poco más rudimentario.
Nadie me vio llegar a la Meca porque fui con el camuflaje óptico. Instalé un juego de hologramas y sonido en la cueva y practiqué mis líneas. Esperé, leyendo el Qurán, haciendo mis oraciones, asustado todavía.
De repente escuché un ruido en la cueva. ¡Tenía que ser Mohamed! Activé el camuflaje óptico en un reflejo, lo vi entrando, en silencio, buscando la sombra para refrescarse del calor del verano. Yo estaba temblando. Era idéntico a como lo describía el califa Ali. Un hombre como cualquier otro. Yo estaba emocionado y nervioso, pero era mi tarea. Cuántos hombres y mujeres no habrían dado todo por ver a este venerable profeta. Esperé demasiado; Mohamed ya había meditado lo suficiente y se iba a regresar a la Meca. Entonces le dije, en árabe antiguo:
– ¡Mohamed!
Mohamed se dio la vuelta, sorprendido.
– ¿Quién está ahí?
Entró de nuevo en la cueva.
– Yo soy el mensajero de Dios. ¡Recita!
Activé los hologramas creando juegos de luces y sombras impresionantes y le subí a los bajos para crear cierta vibración. Desactivé el camuflaje óptico para que me pudiera ver apareciendo de la nada. Yo estaba vestido con lino blanco sin manchas – difícil de mantener blanco con tanto polvo, por cierto.
– ¡Recita!
-P… pero yo no sé leer – dijo el pobre Mohamed, justo como las biografías habían descrito.
Seguí mi guion histórico y me acerqué a él.
– ¡Recita! – Los bajos se volvieron más intensos, creando un aura de tensión mística.
Mohamed estaba a punto de llorar, tartamudeando. Di dos pasos y le abracé. Le dije al oído.
– Recita en el Nombre de Tu Señor, quien ha creado al hombre de un coágulo de sangre. Recita: Tu señor es el más benéfico, quien le enseñó al hombre con el cálamo y le enseñó al hombre lo que no sabía.
Activé el secuenciador con la mano derecha en mi cinturón, dejando al profeta congelado unos minutos, y aproveché este momento para insertarle un transmisor en el oído con una inyección rápida. Recogí el equipo holográfico, mi mochila, me cambié de ropa y activé el camuflaje óptico. Me fui de la cueva y reactivé el tiempo de Mohamed con el secuenciador. Para Mohamed los bajos habían llegado al clímax mientras yo le decía estas palabras y luego todo había desaparecido en un instante. El shock había sido extremo. Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia. Mohamed volvió a la Meca a ver a su esposa Aysha, llorando, sin poder creerlo, doblegado a sus rodillas por el embate místico. “Acabo de hablar con un ángel de Dios.”
Durante los siguientes veinte años estuve viajando por los confines del imperio bizantino, conociendo maravillas que nadie había conocido, como el faro de Alejandría y el mausoleo de Halicarnaso. Les tomé fotografías para que las recogieran en el futuro, si era posible, esquivando, por supuesto, los escenarios de la guerra entre los Bizantinos y los persas Sasánidas, una guerra que poco a poco desgastó a ambos imperios.
Si no estaba viajando, emborrachándome en Pérgamo, follando con prostitutas en Éfeso o tomando excelentes vinos en Constantinopla, estaba recitando el Qurán a Mohamed en los tiempos exactos como los había marcado la Doctora Rogers. Tal día a las siete de la noche, exactamente, debía hablar con Mohamed, respondiendo sus preguntas y hablando con un tono elocuente sobre lo que debía hacer, recitando en el orden exacto en que los versos fueron recitados originalmente, según la historia.
Yo no era el mejor musulmán, pero conmigo el colapso temporal se había evitado: un tiempo presente que contiene en su origen antiguo el mismo presente confirma el Teorema de Gödel, pero no nos dice nada sobre la existencia de Dios. Mientras yo hacía turismo por el mundo antiguo, una pregunta que había mantenido mi fe en el islam se configuraba cada vez que oraba hacia la Meca: si nosotros conseguimos el Qurán de Mohamed y sus escribas, y Mohamed obtuvo el Qurán de nosotros, ¿de dónde salió en primer lugar? ¿Quién lo escribió?